miércoles, 28 de mayo de 2008

Antropofagia - Tarsila do Amaral

miércoles, 28 de mayo de 2008 2


Destrucción y creación: sobre las vanguardias





Dice Nietzsche que la creación no se da sin destrucción, que para crear hay que destruir, como un niño que construye castillos de arena para luego destruirlos y volver a construir. La creación artística del siglo XX reposa tanto sobre la destrucción de los cánones del arte clásico —que para muchos críticos significó la destrucción del arte en general— como sobre la destrucción literal de gente y de lugares.

A grandes rasgos, el siglo XX es el siglo de la tecnología. Tras la simbólica muerte de dios, el ser humano ocupó su lugar y el avance tecno-científico pasó a ser el nuevo objeto de fe; el mundo estuvo inundado de un espíritu positivista. Para las nuevas sociedades industrializadas y urbanizadas, la idea ilustrada-moderna de progreso pareció comenzar su consumación con el fluir vertiginoso de descubrimientos e inventos que se produjeron a finales del siglo XIX y a comienzos del XX. La industrialización y urbanización de las sociedades propiciaron el asentamiento de la clase burguesa, y por supuesto, del capitalismo como modo de organización de la vida en el mundo. Surgió entonces el comunismo como alternativa y se intentó llevar a la práctica con la Revolución Soviética; sobre la tierra latinoamericana también se llevaron a cabo revoluciones [Cuba: «la lucha por la vida, la vos de la ilusión, la luz de la utopía, esto es la revolución»]. Asimismo se gestaron sistemas totalitarios tanto en Europa como en Latinoamérica. Toda una nueva geopolítica se perfiló, geopolítica que tuvo su máxima expresión durante las Guerras Mundiales y la Guerra Fría.

“El siglo XX presenta los aspectos más complejos que en ninguna otra centuria se hayan dado en la historia; ha habido guerras, revoluciones, cataclismos sociales; la ciencia ha conseguido la separación y la energía del átomo y la automatización; los nuevos sistemas de trasporte y de comunicación han convertido al planeta en algo tan pequeño y sin interés, que el ser humano se ha lanzado a la carrera espacial” [Lozano (1976). Historia del arte. México: Continental. Pg. 523].

El arte, por supuesto, no se mantuvo al margen de estos acontecimientos. El arte del siglo XX es una asimilación y una crítica de su caótica época. Tanto la industrialización, la urbanización y la tecnificación del mundo, el capitalismo y el espíritu positivista que amarró todos estos acontecimientos, cambiaron la comprensión de la vida. Y los artistas plasmaron esto en sus obras. Una de las críticas más fuertes a la época es la reducción de la vida a la ciencia y a su método, por lo que para muchos movimientos artísticos fue un eje la unión entre el arte y la vida, esa vida que la academia con sus cánones clásicos limitaba y que la ciencia no alcanzaba a comprender, esa vida que se lastimó gravemente con el avance tecno-científico. Sin embargo, los movimientos artísticos del siglo XX están profundamente atravesados por la tecnología. “La técnica le dice al ser humano que puede intentarlo todo, pero no sucede esto sin crearle al mismo tiempo una nueva esclavitud: la de la máquina. Vivimos en un mundo de repetición que, pese a su comodidad, produce un gran desasosiego. De ahí que el arte exprese la paradoja de nuestra vida. De un lado, la complacencia en un mundo tecnificado, y por otro, la insatisfacción del espíritu” [Martín (1992). Historia del arte. Madrid: Gredos. Pg. 545]. Es interesante cómo estos movimientos rompieron con la academia y con su manera tradicional de hacer arte y de comprenderlo, inscribiéndose como signos de una nueva época tecno-científica y capitalista a la vez que la criticaron. De aquí que a estos movimientos se les conozca como vanguardias, tanto estéticas como políticas.

La vanguardia del siglo XX se manifestó a través de varios movimientos, los ismos, que desde diferentes planteamientos abordaron la renovación del arte. Se entiende la vanguardia como la “primera línea” de creación, una renovación radical en las formas y contenidos que se enfrenta con lo establecido: los cánones del arte clásico de la academia. La vanguardia significó una liberación de las reglas de la academia: irónicamente, al modo de “prohibido prohibir”, la única regla de las vanguardias era no respetar ninguna regla. Se cuestionó la representación imitativa tanto en teatro, literatura, cine, música, arquitectura, escultura, pintura… Pero lo que animó este cuestionamiento fue otro: la pregunta por la realidad. Las vanguardias se preguntaron cómo representar una realidad tan transformada por la técnica, por ejemplo, una realidad que se impregnó rápidamente de movimiento, de vertiginosidad, de fugacidad, de metal… Con la invención de la fotografía, por cierto precursora del cine, se llevaron a cabo estudios en torno al movimiento que llevaron a considerar el problema de cómo representar el movimiento. Los estudios sobre el átomo condujeron a una cierta crisis del objeto: ya no es una masa inerte sino energía y movimiento. ¿Cómo representar entonces a un objeto en sus diversas perspectivas, a un objeto que está en el mundo en constante movimiento, en constantes relaciones de significatividad? De aquí que la representación imitativa de la realidad se dejara a un lado y se diera paso a una representación crítica, analítica, conceptual, interpretativa, de la vida. En fin, la pregunta clave de las vanguardias fue cómo plasmar en el arte el trato con el mundo, y en especial, con ese mundo que estaba siendo atravesado por grandes transformaciones sociales, culturales, políticas, económicas, etc.

Todo esto hizo que también el arte en general quedara entre signos de interrogación. Como se mencionó al comienzo, la destrucción de los cánones clásicos significó, tanto para muchos críticos de arte como para un público aristocrático que estaba acostumbrado a simplemente contemplar una obra de arte, una profunda crisis del arte, su destrucción —claro, el capitalismo se encargó de asimilar estos movimientos artísticos y lanzarlos a la sociedad como mercancías, de modo que el público se quedó tranquilo de tener arte. Y es que las vanguardias no sólo criticaron las formas y los contenidos tradicionales del arte, la representación imitativa, sino que precisamente criticaron la manera de comprender el arte en general. ¿Es arte cualquier cosa abalada por la academia y puesta en un museo para la satisfacción de los espectadores? Las vanguardias, provocativa y desafiantemente, generaron sentimientos de frustración, angustia, desagrado, enojo, perplejidad, confusión, vértigo, asombro, asco... sentimientos que no eran para menos ante los acontecimientos de la época.

lunes, 26 de mayo de 2008

Viaje a la semilla - Alejo Carpentier

lunes, 26 de mayo de 2008 0

I

—¿QUÉ QUIERES, VIEJO?...

Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.

Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desploblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.

Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.

II

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.

Los cuadrados de mármol, blancos y negros volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación. En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.

El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.

Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida.

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lunes, 19 de mayo de 2008

Los intelectuales y el poder

lunes, 19 de mayo de 2008 0
Mayo 68






Entrevista Michel Foucault por Gilles Deleuze.

Michel Foucault: Un mao me decía: «entiendo bien por qué Sartre está con nosotros, por qué hace política y en qué sentido la hace: respecto a ti, en último término, comprendo un poco: tú has planteado siempre el problema del encierro. Pero Deleuze verdaderamente no lo entiendo». Esta cuestión me ha sorprendido enormemente porque a mí esto me parece muy claro.

Gilles Deleuze: Se debe posiblemente a que estamos viviendo de una nueva manera las relaciones teoría–práctica. La práctica se concebía tanto como una aplicación de la teoría, como una consecuencia, tanto al contrario como debiendo inspirar la teoría, como siendo ella misma creadora de una forma de teoría futura. De todos modos se concebían sus relaciones bajo la forma de un proceso de totalización, en un sentido o en el otro. Es posible que, para nosotros, la cuestión se plantee de otro modo. Las relaciones teoría–práctica son mucho más parciales y fragmentarias. Por una parte una teoría es siempre local, relativa a un campo pequeño, y puede tener su aplicación en otro dominio más o menos lejano. La relación de aplicación no es nunca de semejanza. Por otra parte, desde el momento en que la teoría se incrusta en su propio dominio se enfrenta con obstáculos, barreras, choques que hacen necesario que sea relevada por otro tipo de discurso (es este otro tipo el que hace pasar eventualmente a un dominio diferente). La práctica es un conjunto de conexiones de un punto teórico con otro, y la teoría un empalme de una práctica con otra. Ninguna teoría puede desarrollarse sin encontrar una especie de muro, y se precisa la práctica para agujerearlo. Por ejemplo, usted; usted ha comenzado por analizar teóricamente un modo de encierro como el manicomio en el siglo XIX en la sociedad capitalista. Después desembocó en la necesidad de que personas precisamente encerradas se pusiesen a hablar por su cuenta, que operasen una conexión (o bien al contrario es usted quien estaba en conexión con ellos), y esas personas se encuentran en las prisiones, están en las prisiones. Cuando usted organizó el grupo de información sobre las prisiones fue sobre esta base: instaurar las condiciones en la que los prisioneros pudiesen ellos mismos hablar. Sería completamente falso decir, como parecía decir el mao, que usted pasaba a la práctica aplicando sus teorías. No había en su trabajo ni aplicación, ni proyecto de reforma, ni encuesta en el sentido tradicional. Había algo muy distinto: un sistema de conexión en un conjunto, en una multiplicidad de piezas y de pedazos a la vez teóricos y prácticos. Para nosotros el intelectual teórico ha dejado de ser un sujeto, una conciencia representante o representativa. Los que actúan y los que luchan han dejado de ser representados ya sea por un partido, ya sea por un sindicato que se arrogaría a su vez el derecho de ser su conciencia. ¿Quién habla y quién actúa? Es siempre una multiplicidad, incluso en la persona, quien habla o quien actúa. Somos todos grupúsculos. No existe ya la representación, no hay más que acción, acción de teoría, acción de práctica en relaciones de conexión o de redes.

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domingo, 4 de mayo de 2008

La otredad: la Maga y Oliveira

domingo, 4 de mayo de 2008 2

“Andábamos sin buscarnos,

Pero sabiendo que andábamos

para encontrarnos”

Oliveira

Julio Cortázar, Rayuela

La realidad es irrecusable, se la siente, basta tener el valor de estirar la mano en la oscuridad (Cortázar, 2000:618). Los cuerpos lo saben muy bien, saben que el suelo no va a esfumarse para el próximo paso que den; lo saben porque confían en el mundo, en ese horizonte inacabado e indefinido, correlato de todos sus actos posibles. Poseemos certezas por el sólo hecho de existir, es decir, de estar-en-el-mundo, de estar inmersos en el mundo. Así como con el suelo, los cuerpos se manejan también con la certeza del otro, de aquella persona que no deja de incomodarme con su necia mirada, o de aquella otra que no responde a la mía, de la que se escucha muy débilmente caminando por una calle que no alcanzo a ver desde aquí, de aquella persona que me toma apenas la mano sin decir una sola palabra, en el pleno silencio. Y es que a veces no se necesitan palabras para comunicarse, estas no son los únicos modos de coexistencia, de pedir o responder a una solicitación, sea esta explícita o no, sea aquella afirmativa o no. “La verdadera otredad hecha de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo, no podía cumplirse desde un solo término, a la mano tendida debía responder otra mano desde el afuera, desde lo otro” (Cortázar, 2000:240).

El tema de la soledad venía ocupando los pensamientos de Oliveira desde hace rato ya, mientras caminaba por los laberintos de París con un cigarro en la boca, como de costumbre. Le parecía que tal tema involucraba el problema de la incomunicación, ese desinteresado e hipócrita intercambio de saludos o gestos que mejor ni se hicieran; quizá había que vivir de otra manera, tirarse en sí mismo con una tal violencia que el salto acabara en los brazos de otro (Cortázar, 2000:239). Había entonces que poseerse a sí mismo primero, que conocerse de cabo a rabo y aceptarse como tal, de lo contrario no habría posesión de la otredad. Pero… ¿quién se poseía de veras? —Se pregunta Oliveira— ¿acaso no todos alguna vez hemos caído en la gran ilusión de la compañía ajena, eso de buscar estar por lo menos solo-entre-los-demás, no pudiendo contar ni con la compañía propia pero metiéndose en el cine, en la casa de unos amigos, en un bar…? ¿Quién está expuesto totalmente ante sí, quién es transparente para sí mismo? No, no bastaba con poseerse a uno mismo; el otro no existe como una transposición de mí existir hacia la “masa de carne” que percibo actuar semejante a mí, el otro no resulta de una simple deducción llevada acabo “desde mi yo”. Se dan efectivamente correlaciones entre mi modo de ser y el de la otra persona, pero “la percepción de la misma precede y posibilita tales constataciones, éstas no la constituyen” (Merleau-Ponty, 2000:363). Además, a veces esa persona reflejada en un espejo se torna ajena, no la logramos captar bien. Por momentos nos escapamos de nosotros mismos; no, no hay aquí ninguna dualidad ni desdoblamiento, es simplemente nuestra ambigüedad la que se hacer notar, ese indeterminado e inacabado, siempre posible ser que somos hasta para nosotros mismos ¿Desde dónde percibir la otredad, cómo distinguirla si ni nos distinguimos muy bien a nosotros mismos? ¿Cómo es que así, aún encontrándose terriblemente solo, no dudamos de la existencia de la persona que camina frente mío por la calle? “La soledad y la comunicación no tienen que ser los dos términos de una alternativa, sino dos momentos de un único fenómeno, dado que, de hecho, el otro existe para mí… Es necesario que la experiencia me dé de alguna manera al otro, puesto que de no hacerlo, yo no hablaría siquiera de soledad ni podría declarar inaccesible al otro” (Merleau-Ponty, 2000:370). De pronto, Oliveira se daba cuenta de otra y peor paradoja: él mismo se encontraba constantemente al borde de la otredad, pero no la podía atravesar.

¿Por qué Oliveira no podía tirarse de lleno a esa otredad por la que rondaba? ¿Quién era? “Te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitas a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo” (Cortázar, 2000:592). Oliveira y la Maga: representación de la mismísima contradicción de la existencia humana. Él, un intelectual que anda por el mundo buscando, perdiéndose muchas veces en puros pensamientos, en la sed de ubicuidad, evocando constantemente momentos ya vividos, abstrayéndose, manteniendo distancia del mundo, presente casi siempre en otra parte y tiempo… Ella, dedicada a vivir irracionalmente el momento, a recoger la vida con sus propias manos, empeñada en una situación concreta cualquiera, por más simple y tonta que fuera… La Maga: como agua en las manos de Oliveira; este no logra contenerla, ella se le escapa en su fugaz e intensa actualidad, quiere vivirla, abrazarla completamente, pero no puede porque la Maga es la Maga y Oliveira es Oliveira. Pero coexisten los dos, juegan en el mismo París, entre las mismas calles. Se da entre ellos dos una rara relación de motivación: la Maga lo llama a saltar hacia ella pero él no salta, le toma distancia, aún sabiendo que es preciso saltar, aún admirándola por su modo de ser, aún buscando lo que ella vive; “hay unos ríos metafísicos… Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada” (Cortázar, 2000:234). Oliveira le tiende la mano a la Maga, y la de ella ahí está, esperándolo, mas decidida a no hacer todo el trabajo, a atraerlo ella sola hacia él, a pesar de que lo llama…

Adriana G.S

Bibliografía:

Cortázar, Julio. Rayuela. Ediciones Cátedra. Madrid, España. 2000.

Merleau-Ponty, Maurice. Fenomenología de la percepción. Ediciones Península. Barcelona, España. 2000.

Film - By Samuel Beckett (Part 1)

Film - By Samuel Beckett (Part 2)

Film - By Samuel Beckett (Part 3)

 
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