sábado, 8 de agosto de 2009

Las posibilidades de la risa en una abadía

sábado, 8 de agosto de 2009 4
Adriana González Serrano

Tenía miedo del segundo libro de Aristóteles, porque tal vez éste enseñase realmente a deformar el rostro de toda verdad, para que no nos convirtiésemos en esclavos de nuestros fantasmas. Quizá la tarea del que ama a los hombres consista en lograr que éstos se rían de la verdad, lograr que la verdad ría, porque la única verdad consiste en aprender a liberarnos de la insana pasión por la verdad.

Umberto Eco, El nombre de la rosa


Para la mayoría de los hombres el intelecto es una máquina complicada, siniestra y chillante, que cuesta mucho trabajo poner en marcha. A trabajar y pensar sensatamente con ayuda de esta máquina le llaman «tomar la cosa en serio». ¡Qué penosos esfuerzos les debe costar pensar con sensatez! A lo que se ve, este simpático animal que es el hombre pierde su buen humor y se vuelve serio siempre que se pone a pensar con sensatez. Frente a toda «gaya ciencia», este animal serio tiene el prejuicio de que cuando prevalecen la risa y la alegría se piensa a tontas y a locas. ¡Pues bien! ¡Mostraremos que esto es un prejuicio!

Nietzsche, La gaya ciencia



I


¿Cómo leer y escribir? Con pasión. En realidad siempre ocurre así. El término griego «pathos» del cual me valgo aquí para hablar de pasión, alude a una disposición afectiva cualquiera: piedad, placer, amor, alegría, esperanza, tristeza, tedio, odio, cólera, miedo, angustia, cobardía, envidia, ira, aflicción, pena. Son estas afecciones las que nos mueven por el mundo, y por supuesto, por las páginas de los libros al leer y por las teclas al escribir. Las afecciones no son decorado de los textos: son su sangre. No vienen después de las ideas: son su procedencia. Umberto Eco escribió El nombre de la rosa porque tuvo ganas de envenenar a un monje. También quiso que el lector se divirtiera tanto como se divirtió él ejecutando su fantaseado asesinato. Quería que el lector fuera su cómplice, “un cómplice que entrase en mi juego, que se convirtiera en mi presa, o sea en la presa del texto... un texto quiere ser una experiencia de trasformación para su lector” (Eco, 1995: 652). Claro está que no todos los textos quieren trasformar al lector ni todos los lectores quieres ser trasformados. También hay quienes no quieren que los lectores se trasformen al leer un libro, como Jorge de Burgos.


II


Leemos y escribimos apasionadamente. Lo más relevante en ello es que las afecciones vivifican, pero también matan. Ya lo decía Spinoza en su Ética: “por afecto entiendo las afecciones del cuerpo, con las que se aumenta o disminuye la potencia de actuar del mismo cuerpo, y al mismo tiempo, las ideas de estas afecciones” (III, definición 3).


En la historia de la existencia humana ha prevalecido una pasión: la insana pasión por la verdad, afección que más ha disminuido la potencia de los cuerpos, la vida misma. Nos hemos convertido en esclavos de nuestros propios fantasmas. Guillermo de Baskerville lo supo, así como luego lo supo Nietzsche. Asimismo, ambos vislumbraron a la risa —una afección— como liberadora. Jorge de Burgos también lo vislumbró. Pero en tanto ciego dogmático —valga la redundancia— no le convenía. Se trasformó entonces en un anticristo nacido del excesivo amor por dios y por la verdad, dispuesto a morir y a matar por dios y por la verdad.


¿De qué nos tenemos que reír? De la verdad ¿De quién nos tenemos que reír? De nosotros mismos. ¿Por qué reír? Porque sólo la risa puede traerse abajo los ideales que hemos creado y en los que hemos creído: sólo una afección puede contra otra afección.


III


¿De dónde el apego a la verdad y el rigor de los métodos científicos? De la pasión de los sabios, de sus incertidumbres, de sus miedos, de su odio recíproco, de sus discusiones fanáticas y siempre reanudadas, de la necesidad de vencer” (Foucault, 2004: 18). Cualquier similitud con el ambiente de la abadía que visitaron Guillermo y Adso, así como el de otros muchos lugares a través de la historia humana y como el de nuestras academias actuales, no es pura coincidencia.


La tarea genealógica que emprendió Nietzsche y que continuaron otros pensadores, como Foucault, es la de constatar el origen “humano, demasiado humano” de los ideales de los cuales nos hemos convertido esclavos. ¡Esclavos de nuestros propios fantasmas!


¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas de las que se ha olvidado que no son más que metáforas y que se han tomado por las cosas mismas” (Nietzsche, 2007: 25).


Lo que se constata aquí es, por un lado, el potencial creador del ser humano, y por otro lado, el carácter irrisorio del origen de los ideales supuestamente trascendentes, divinos y sagrados: son humanos, demasiado humanos. La risa es la que puede liberarnos de la insana pasión por la verdad, la que puede matar a dios, la que puede ser políticamente trasgresora, la que puede potenciar. Por eso a Jorge de Burgos se le hace problemática, porque Jorge representa el desesperado afán asegurador del ser humano:


El ánimo sólo está sereno cuando contempla la verdad y se deleita con el bien que ha realizado, y la verdad y el bien no mueven la risa. Por eso Cristo no reía. La risa fomenta la duda.


Pero a veces es justo dudar.


Sin duda, el que acepta estas ideas peligrosísimas también puede valorar el juego del necio que ríe de aquello cuya verdad, enunciada ya de una vez para siempre, debe ser el objeto único de nuestro saber. Y así, al reír, el necio dice implícitamente: deus non est.


Sólo desde la enfermedad y la debilidad se puede afirmar que no hay motivos para la risa, sólo desde la pesadez de los grandes ideales.


V


La medida que tomó Jorge era de esperar: la prohibición de un texto que contiene la posibilidad de “saber si las metáforas, los juegos de palabras y los enigmas, que los poetas parecen haber imaginado sólo para deleitarse, pueden incitar a una reflexión distinta y sorprendente de las cosas” (Eco, 2003: 86): La posibilidad de escribir y leer por el puro deleite de escribir y leer, la posibilidad de una lectura que se atreva a reír. Lo que prohibió el monje ciego-dogmático, así como muchos otros ciegos-dogmáticos habidos y por haber, fue la interpretación, el delicioso ejercicio de la interpretación, “la posibilidad de abrir y romper la literalidad y provocar una explosión de atribuciones simbólicas en donde la última referencia, dios, se torne prescindible... la posibilidad de que un libro sea expresión de un universo textual inmanente” (Hernández, 2003: 18), la posibilidad de que no nos importe la verdad —como a Guillermo— sino que nos divirtamos imaginando la mayor cantidad posibles de posibles, la posibilidad de pensar y seguir pensando.


Jorge prohibió la posibilidad de usar los libros para transformarse. Había dicho una vez Foucault en una entrevista que le gustaría escribir libros bomba, es decir, libros que sean útiles precisamente en el momento que uno los escribe o los lee. Después podrían desaparecer... no sin antes provocar estragos.

***


Bibliografía


Eco, Umberto (1995) El nombre de la rosa. Barcelona: Lumen.


________ (2003) El nombre de la rosa. Buenos Aires: Debolsillo.


Foucault, Michel (2004) Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia: Pre-textos.


Hernández, Pablo. “Métodos de lectura en El nombre de la rosa” En: Revista Comunicaciones. Volumen 12, año 24, número 1 & 2.


Nietzsche, Friedrich (2005) La gaya ciencia. Madrid: Edimat.


________ (2007) Verdad y mentira en sentido extramoral. Madrid: Tecnos.

 
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