domingo, 4 de mayo de 2008

La otredad: la Maga y Oliveira

domingo, 4 de mayo de 2008

“Andábamos sin buscarnos,

Pero sabiendo que andábamos

para encontrarnos”

Oliveira

Julio Cortázar, Rayuela

La realidad es irrecusable, se la siente, basta tener el valor de estirar la mano en la oscuridad (Cortázar, 2000:618). Los cuerpos lo saben muy bien, saben que el suelo no va a esfumarse para el próximo paso que den; lo saben porque confían en el mundo, en ese horizonte inacabado e indefinido, correlato de todos sus actos posibles. Poseemos certezas por el sólo hecho de existir, es decir, de estar-en-el-mundo, de estar inmersos en el mundo. Así como con el suelo, los cuerpos se manejan también con la certeza del otro, de aquella persona que no deja de incomodarme con su necia mirada, o de aquella otra que no responde a la mía, de la que se escucha muy débilmente caminando por una calle que no alcanzo a ver desde aquí, de aquella persona que me toma apenas la mano sin decir una sola palabra, en el pleno silencio. Y es que a veces no se necesitan palabras para comunicarse, estas no son los únicos modos de coexistencia, de pedir o responder a una solicitación, sea esta explícita o no, sea aquella afirmativa o no. “La verdadera otredad hecha de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo, no podía cumplirse desde un solo término, a la mano tendida debía responder otra mano desde el afuera, desde lo otro” (Cortázar, 2000:240).

El tema de la soledad venía ocupando los pensamientos de Oliveira desde hace rato ya, mientras caminaba por los laberintos de París con un cigarro en la boca, como de costumbre. Le parecía que tal tema involucraba el problema de la incomunicación, ese desinteresado e hipócrita intercambio de saludos o gestos que mejor ni se hicieran; quizá había que vivir de otra manera, tirarse en sí mismo con una tal violencia que el salto acabara en los brazos de otro (Cortázar, 2000:239). Había entonces que poseerse a sí mismo primero, que conocerse de cabo a rabo y aceptarse como tal, de lo contrario no habría posesión de la otredad. Pero… ¿quién se poseía de veras? —Se pregunta Oliveira— ¿acaso no todos alguna vez hemos caído en la gran ilusión de la compañía ajena, eso de buscar estar por lo menos solo-entre-los-demás, no pudiendo contar ni con la compañía propia pero metiéndose en el cine, en la casa de unos amigos, en un bar…? ¿Quién está expuesto totalmente ante sí, quién es transparente para sí mismo? No, no bastaba con poseerse a uno mismo; el otro no existe como una transposición de mí existir hacia la “masa de carne” que percibo actuar semejante a mí, el otro no resulta de una simple deducción llevada acabo “desde mi yo”. Se dan efectivamente correlaciones entre mi modo de ser y el de la otra persona, pero “la percepción de la misma precede y posibilita tales constataciones, éstas no la constituyen” (Merleau-Ponty, 2000:363). Además, a veces esa persona reflejada en un espejo se torna ajena, no la logramos captar bien. Por momentos nos escapamos de nosotros mismos; no, no hay aquí ninguna dualidad ni desdoblamiento, es simplemente nuestra ambigüedad la que se hacer notar, ese indeterminado e inacabado, siempre posible ser que somos hasta para nosotros mismos ¿Desde dónde percibir la otredad, cómo distinguirla si ni nos distinguimos muy bien a nosotros mismos? ¿Cómo es que así, aún encontrándose terriblemente solo, no dudamos de la existencia de la persona que camina frente mío por la calle? “La soledad y la comunicación no tienen que ser los dos términos de una alternativa, sino dos momentos de un único fenómeno, dado que, de hecho, el otro existe para mí… Es necesario que la experiencia me dé de alguna manera al otro, puesto que de no hacerlo, yo no hablaría siquiera de soledad ni podría declarar inaccesible al otro” (Merleau-Ponty, 2000:370). De pronto, Oliveira se daba cuenta de otra y peor paradoja: él mismo se encontraba constantemente al borde de la otredad, pero no la podía atravesar.

¿Por qué Oliveira no podía tirarse de lleno a esa otredad por la que rondaba? ¿Quién era? “Te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitas a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo” (Cortázar, 2000:592). Oliveira y la Maga: representación de la mismísima contradicción de la existencia humana. Él, un intelectual que anda por el mundo buscando, perdiéndose muchas veces en puros pensamientos, en la sed de ubicuidad, evocando constantemente momentos ya vividos, abstrayéndose, manteniendo distancia del mundo, presente casi siempre en otra parte y tiempo… Ella, dedicada a vivir irracionalmente el momento, a recoger la vida con sus propias manos, empeñada en una situación concreta cualquiera, por más simple y tonta que fuera… La Maga: como agua en las manos de Oliveira; este no logra contenerla, ella se le escapa en su fugaz e intensa actualidad, quiere vivirla, abrazarla completamente, pero no puede porque la Maga es la Maga y Oliveira es Oliveira. Pero coexisten los dos, juegan en el mismo París, entre las mismas calles. Se da entre ellos dos una rara relación de motivación: la Maga lo llama a saltar hacia ella pero él no salta, le toma distancia, aún sabiendo que es preciso saltar, aún admirándola por su modo de ser, aún buscando lo que ella vive; “hay unos ríos metafísicos… Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada” (Cortázar, 2000:234). Oliveira le tiende la mano a la Maga, y la de ella ahí está, esperándolo, mas decidida a no hacer todo el trabajo, a atraerlo ella sola hacia él, a pesar de que lo llama…

Adriana G.S

Bibliografía:

Cortázar, Julio. Rayuela. Ediciones Cátedra. Madrid, España. 2000.

Merleau-Ponty, Maurice. Fenomenología de la percepción. Ediciones Península. Barcelona, España. 2000.

2 comentarios:

Phiblógsopho dijo...

quien es el autor de este texto?

Asociación de Estudiantes de Filosofía UCR dijo...

lo había escrito hace unos años, para el curso de Merleau-Ponty

adri

 
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