Félix Duque: Yo escogería un tercer camino. Desde una posición de no creyente enormemente respetuoso con la fe, pienso que tener una idea de Dios significa encerrarlo dentro de los límites de la razón, que es finita (aunque tienda al infinito). Kant hablaría de una razón perezosa que, para quedarse tranquila, inventa un monigote al que llama Dios, y obedece a leyes que, en última instancia, son su propia razón. La otra vía, la revelación y la fe cristiana, implica un sentirse herido por la Palabra, posibilidad que a todos no nos ha sido dada. Pero hay un tercer camino: la razón humana sufre, por así decirlo, cuando vuelve sobre sí misma. Es un estupor de la razón ante el hecho de la existencia: ¿por qué hay cosas? A esto no se puede responder con la razón. Ir más allá de este estupor de la razón, escarbando en la herida, por así decirlo, supondría una especie de orgullo, ir más allá de los propios límites. En esa limitación yo encuentro la pregunta por la trascendencia. El problema es hacia qué, o hacia quién, trascendemos.
Bruno Forte: Creo que el camino de la razón llega a su culmen, no cuando pretende poseer a Dios, sino cuando reconoce sus propios límites, su estupor ante lo que la trasciende. En otras palabras, la tarea más importante de la razón es dar razones de la imposibilidad de dar razones: llegar, en un ejercicio de la inteligencia, al conocimiento del límite supremo de la inteligencia misma. Más allá de ahí está la escucha, el estupor ante un acontecimiento que no es producto de la razón. Aquí se sitúa la fe, que reconoce este acontecimiento cumplido en la Revelación, donde el Dios viviente se nos dice con palabras humanas y se hace carne, en nuestro lenguaje y en nuestra historia, no para entregarse definitivamente a categorías humanas (esto sería idolatría), sino para abrir una posibilidad a la criatura de participar en el don de una vida que lo trasciende infinitamente. La Cruz del Resucitado es el lugar del encuentro entre la autotrascendencia del hombre y el acto de humildad de Dios, con que Él se hace cercano, sin dejar de ser infinitamente Dios.
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