Adriana González Serrano
En el mundo nos encontramos con la obra de arte
y en cada obra de arte nos encontramos con un mundo.
Gadamer, Verdad y Método
El surgimiento y la consolidación de la estética como disciplina filosófica autónoma en el siglo XVIII fue uno de los resultados de la Ilustración. El movimiento ilustrado reivindicó el carácter autónomo de la razón frente al principio de autoridad. Poco después, la estética y consecuentemente el arte se desprendieron de sus funciones religiosas e institucionales para proclamar asimismo su autonomía.
En La actualidad de lo bello, Gadamer se refiere a la doctrina hegeliana del "carácter de pasado del arte" para indicar el surgimiento de un nuevo status del arte a partir de la "muerte" del espontáneo equilibrio entre espíritu y materia del arte clásico. Para la cultura griega, lo divino se revelaba en la forma de su misma expresión artística; la manifestación de lo divino estaba en las esculturas y en los templos. Pero para la cultura cristiana, este vínculo entre espíritu y materia dejó de ser evidente. Tras la Antigüedad el arte aparece como necesitado de justificación (Gadamer, 1991:35), justificación que en la cultura cristiana-occidental posterior, la proporcionó la integración Iglesia – Estado – Sociedad. Pero en los siglos XVIII y XIX este paisaje se rompe cuando la estética y el arte proclamaron su autonomía quedando sin ningún referente sociopolítico ni cognitivo, sin verdad contextual. Aquél equilibrio antiguo entre espíritu y materia se inclinó hacia el espíritu en la Modernidad, hacia lo subjetivo. La crítica de Gadamer hacia la “conciencia estética” de la modernidad denota la abstracción que hace del arte, iniciada con la reducción kantiana de la experiencia estética al plano subjetivo. Esto quiere decir que el arte y los juicios estéticos se desmarcaron de todo criterio de validez objetiva para refugiarse en una enteramente subjetiva y que debieron definirse en contraposición al conocimiento y a la moral.
Contra esta autonomía, las críticas se han erigido entre dos extremos: por un lado, hay quienes advierten el sobredimensionamiento de los límites de lo estético y lo artístico en tanto que la obra de arte y la reflexión sobre ella no se sustraen a la historia, por ejemplo. Por otro lado, algunos señalan que pese a su aparente independencia, lo bello ocurre en el sujeto que exige universalidad, y esto restringe la autonomía a una estrategia cognoscitiva que busca darle coherencia a un sistema racionalista (Sosa, 3003:7). Con respecto a la primera crítica, Gadamer advierte que “la obra de arte no es ningún objeto frente al cual se encuentre un sujeto que lo es para sí mismo. Por el contrario la obra de arte tiene su verdadero ser en el hecho de que se convierte en una experiencia que modifica al que experimenta. El “sujeto” de la experiencia del arte, lo que permanece y queda constante, no es la subjetividad del que experimenta sino la obra de arte misma. Y éste es precisamente el punto en el que se vuelve significativo el modo de ser del juego. Pues éste posee una esencia propia, independiente de la conciencia de los que juegan” (Gadamer, 2003:145). Sí, la estética y la obra de arte son autónomas. Pero esto no significa una abstracción del mundo. Tampoco significa la reducción de lo estético y de lo artístico a una experiencia meramente subjetiva, a un “ser para sí”, a una conciencia. En Kant pasa esto último tanto con la estética y el arte como con el juego: son actividades que nacen y mueren en el sujeto… sus fundamentos son subjetivos.
Para un estudio descriptivo y crítico al respecto, nos concentraremos en los juicios del gusto de lo bello. En realidad, lo que está en el fondo de la crítica del gusto es la actividad enjuiciadora del sujeto: “para decir que algo es bello y para demostrar que tengo gusto está en juego aquello que hago en mí mismo a partir de una representación, no aquello en donde dependo de la existencia del objeto” (§ 2). Y como establece una única estructura cognoscitiva para todos los sujetos habidos y por haber, el gusto es entonces una especie de norma que tiene que ver con la sensación surgida de un libre juego emprendido por el entendimiento y la imaginación, cuya comunicabilidad universal postula el juicio del gusto. Aunque los juicios del gusto son meramente subjetivos, exigen universalidad en tanto que expresan una estructura subjetiva trascendental. ¿Cómo justificar esta paradoja? ¿Cómo justificar esta especificidad de la estética?
I
En la introducción a la Crítica del discernimiento, Kant se refiere al discernimiento o al juicio como la capacidad intermedia entre el entendimiento y la razón que tiene que ver, ya no con la capacidad cognoscitiva ni con la desiderativa, sino con el sentimiento de placer o displacer. Lo define como la capacidad de pensar lo particular contenido bajo lo universal (la regla, el principio, la ley); según se de lo universal o lo particular, el discernimiento es determinante o reflexionante. Nos interesa aquí este último por varias cosas. Primero, los juicios del gusto son juicios estéticos, y estos, a su vez, son reflexionantes. Segundo, el juicio reflexionante necesita y puede darse a sí mismo lo universal, es decir, necesita y puede auto-regirse. Este juicio puede darse a sí mismo el principio trascendental que como capacidad subjetiva debe tener, sin tomarlo de ninguna otra parte. Tal principio trascendental es la finalidad de la naturaleza, es decir, hacer como si la naturaleza fuera unitaria a pesar de su diversidad de leyes empíricas, como si la naturaleza concordara con nuestros fines o propósitos, como si no hubiera determinismo. Este principio trascendental posibilita una experiencia coherente de la naturaleza, y por lo tanto, es fundamental para la capacidad cognoscitiva como para la desiderativa en tanto que unifica al sujeto teorético y al sujeto práctico escindidos en las dos críticas kantianas anteriores. Sin embargo, la finalidad de la naturaleza es un principio meramente subjetivo que no es ni un concepto de la naturaleza ni un concepto de la libertad porque no añade nada al objeto sino que sólo representa el único modo relativo a cómo hemos de proceder en la reflexión sobre los objetos de la naturaleza a propósito de una experiencia coherente (Kant, 2003:130).
Los juicios reflexionantes no aportan conocimiento pero tienen un principio a priori para la posibilidad de la naturaleza que no trasciende las fronteras del sujeto, sino que se queda en él generando inmediatamente un sentimiento de placer. Lo que es meramente subjetivo en la representación de un objeto es lo que constituye su relación con el sujeto; no puede ser un ingrediente del conocimiento sino que es el placer o displacer que siente el sujeto a raíz de la representación de un objeto. En estos casos, el juicio se refiere exclusivamente al sujeto y a su sentimiento de placer, el cual expresa aquella concordancia presupuesta entre la naturaleza y los fines humanos, entre el objeto y las capacidades cognoscitivas que juegan, y en tanto que lo están, expresan, a su vez, simplemente una finalidad subjetiva o formal del objeto. En fin, el placer expresa la armonía entre una imaginación libre y un entendimiento indeterminado en el caso de los juicios estéticos. De este juego entre imaginación y entendimiento resulta el enjuiciamiento de un objeto como bello, capacidad que Kant define como gusto.
El juicio del gusto es de carácter estético, y como ya hemos visto, significa que su fundamento sólo puede ser subjetivo, es decir, designa cómo el sujeto se siente a sí mismo tal y cómo es afectado por la representación de un objeto. En la Analítica de lo bello, Kant analiza los juicios del gusto siguiendo cuatro momentos: la cualidad, la cantidad, la relación y la modalidad. De acuerdo a su cualidad, los juicios del gusto comportan desinterés: son una satisfacción sin interés. De acuerdo a la cantidad, los juicios del gusto aspiran a la universalidad: son universales pero carecen de conceptualización, de contenido. Su relación es una finalidad sin fin y su modalidad una necesidad sin ley. Con estos cuatro momentos, Kant expone y defiende la autonomía de la estética y del arte.
II
El placer propio de lo bello se da en la pura contemplación indiferente a la existencia real del objeto y sin ninguna finalidad externa, como sí ocurre en lo agradable o en lo bueno. La representación del objeto aparece como una finalidad sin fin que place por sí misma. Dice al respecto: “el juicio del gusto es meramente contemplativo, o sea, es un juicio que, indiferente a la existencia de un objeto, sólo enlaza su índole con el sentimiento de placer o displacer. Pero esta misma contemplación tampoco se dirige a conceptos, pues el juicio del gusto no es ningún juicio cognoscitivo (ni teórico ni práctico), y en esta medida, tampoco está fundamentado en conceptos, ni tampoco los tiene como fin” (§5).
En comparación con el juicio del agrado, que expresa una satisfacción inmediata experimentada sensorialmente (por medio de los sentidos del cuerpo), y por lo tanto, un interés hacia el objeto, el juicio del gusto expresa una satisfacción diferente, un placer que descansa en una pretensión de universalidad a pesar de ser estético y por lo tanto subjetivo. Al mismo Kant le sorprende: es cosa notable que haya un juicio subjetivo y al mismo tiempo exija universalidad… debe uno convencerse totalmente de que por medio del juicio del gusto (sobre lo bello) se exige a todo el mundo la satisfacción en un objeto, sin por ello fundamentarlo en un concepto; y también debe convencerse de que esta pretensión a una validez universal pertenece tan esencialmente a un juicio por medio del cual declaramos algo como bello (§ 8). Ha quedado claro que la belleza no es objetiva sino meramente subjetiva. Sin embargo, cuando se enjuicia un objeto como bello, se exige de los demás la aprobación de dicho juicio, se actúa como si la belleza fuera una cualidad inherente del objeto y evidente.
Ahora, la universalidad de estos juicios estriba más que todo en el carácter social de los mismos, en su posible comunicabilidad: “la capacidad de comunicación del estado anímico en la representación dada está en el fundamento del juicio del gusto en tanto que condición subjetiva suya y tiene que tener como consecuencia el placer en el objeto” (§ 9). Ciertamente, esta pretensión de universalidad es meramente subjetiva puesto que no descansa en conceptos, a diferencia de la universalidad objetiva de los juicios lógicos. Pero si un juicio estético no se refiere a conceptos sino a un sentimiento que se identifica como subjetivo y si sólo el conocimiento, al ser objetivo y trabajar con conceptos, puede ser universalmente comunicable, ¿qué es lo que se comunica en los juicios del gusto? ¿Qué es lo que tiene una validez o sentido común para todos? No la belleza porque hemos dicho que carece de existencia objetiva; Kant lo acaba de decir: es el estado anímico. Ahora, ¿cuál es ese estado anímico que puede comunicarse universalmente? ¿En qué consiste? ¿Cómo se da? Estamos hablando aquí del estado de ánimo que surge de la relación entre dos capacidades cognoscitivas que refiere una representación dada al conocimiento en general, es decir, una representación no restringida ni al entendimiento ni a la imaginación en la medida en que ambas capacidades coinciden armónicamente entre sí. De esta manera, entendimiento e imaginación entran en un libre juego sin conceptos determinantes que limiten a una regla cognoscitiva. En este juego, no hay presión jerárquica de alguna de las capacidades pues no hay objeto. Por lo tanto, el estado de ánimo no puede ser conocido sino sentido interiormente por el sujeto.
El estado de ánimo es entonces la representación para el conocimiento general del que acabamos de hablar. En realidad, el juicio de gusto deja entrever un sentimiento causado por la reflexión de la representación de la forma de un objeto y no de su contenido. En el juego, el objeto se representa con una finalidad sin fin, con una finalidad que no pasa del sujeto. El juicio del gusto no contiene ninguna cantidad objetiva sino sólo una cantidad subjetiva que no designa la validez de la relación de la representación con la capacidad cognoscitiva, sino la relación con el sentimiento de placer y displacer para cada sujeto. Este sentimiento proporcionado por el libre juego de las capacidades cognoscitivas, más la posibilidad de enjuiciarlo reflexiva y estéticamente, así como de comunicarlo universalmente, es para Kant lo placentero. O en palabras de Kant: “la conciencia de la finalidad meramente formal en el juego de las capacidades del sujeto, en una representación por medio de la cual se da el objeto, es el mismo placer” (§ 12).
Al identificar el sentimiento de placer o displacer con la facultad de discernir o juzgar, y al suponer que esta facultad tenga principios a priori para el sentimiento, Kant advierte que en lugar de que el sentimiento preceda al juicio de gusto ocurre lo contrario: el placer por el objeto se basa en la capacidad universal de comunicación del estado de ánimo. La esteticidad del juicio no está fundada en un placer propiamente, sino en la existencia del mismo juicio. Al ser desinteresado, el juicio del gusto no tiene como fundamento ninguna condición privada; su fundamento debe presuponerse o establecerse apriorísticamente en todos los demás sujetos. Es decir, la estructura o forma por medio de la cual un sujeto enjuicia algo como bello es el fundamento de los juicios del gusto y debe ser universal.
III
Al igual que Kant, Gadamer se sirve del juego para pensar la estética y el arte. Pero a diferencia de él, la subjetividad (la conciencia, el ser para si) pasa a un segundo plano. A Gadamer le interesa, así como a nosotros, liberar tanto el juego como la estética y el arte de una significación meramente subjetiva. Hablar de juego en relación con la experiencia del arte, no es referirse a un estado de ánimo sino al modo de ser de la propia obra de arte. Lo esencial del juego no es ni está en el sujeto; lo que permanece o lo que subyace no es el ser para sí que juega sino el juego mismo. Dice al respecto: “el sujeto de la experiencia del arte, lo que permanece y queda constante, no es la subjetividad del que experimenta sino la obra de arte misma… el movimiento del juego como tal carece en realidad de sustrato. Es el juego el que se juega o desarrolla; no se retiene aquí ningún sujeto que sea el que juegue. Es juego la pura realización del movimiento” (pp. 145-146).
El movimiento esencial del juego es el vaivén, es decir, un movimiento que no tiene un objetivo en el que desemboque ni uno externo. En esto Kant tiene razón al afirmar que en el juego del entendimiento y de la imaginación no hay objetivos, no hay conceptos determinantes: simplemente acontece. Sin embargo, este acontecimiento es un simple estado de ánimo subjetivo, le pertenece al sujeto. Lo acabamos de decir: el juego no es una actividad que el sujeto desempeña; todo lo contrario: el juego se desempeña a sí mismo. A modo de evidencia lingüística de este desplazamiento de la subjetividad, Gadamer señala que el sentido más original de jugar se expresa en su voz media. Esto permite decir que todo jugar es un ser jugado. El verdadero sujeto del juego es el juego mismo, que atrae a quienes participan en él y los sumerge en su realidad lúdica, en una realidad que los supera: la seducción del juego consiste en que se adueña de los jugadores.
Por ahora, el punto de encuentro entre Kant y Gadamer con respecto al juego, es la falta de objetivos finales y externos, la falta de algo fuera y diferente del juego que lo determine. Por el contrario, el juego comporta una auto-determinación generada por su mismo acontecer, por el mismo movimiento lúdico. Es sabido que los juegos necesitan reglas para ser precisamente juegos. Y tanto en Kant como en Gadamer, los juegos se auto-regulan, necesitan y pueden auto-regirse —como los juicios reflexionantes. De aquí la autonomía del juego, de la estética y del arte en ambos filósofos. Pero, ¿autonomía significa estrictamente distanciamiento o aislamiento del mundo? ¿Abstracción? La caracterización del juego hasta ahora realizada, ¿lo hace un mundo a parte? ¿Un mundo cerrado?
El juego comporta otra característica fundamental: auto-representación, es decir, su propio tener lugar por medio de los jugadores que entran en el juego asumiendo un papel a representar. Ahora, toda representación es para alguien: en el juego del arte la función representativa se cumple por tratarse de una representación para alguien. Aquí el juego no se agota en sí mismo y excede más allá de sí hacia aquellos que participan de él. “El juego posibilita concebir conjuntamente la interpelación del arte y nuestra respuesta a ésta, en una suerte de proceso dialéctico: nos sumergimos en la obra seducidos por ella puesto que su genuino ser se halla en la representación, en la cual participamos siempre” (Lorca, 2005:8). Para Gadamer, la obra de arte es inseparable de su representación: la poesía es inseparable de su recitado, una obra teatral de su puesta en escena. En el mundo cerrado que parecía ser el juego se abre un tabique, desaparece la cuarta pared.
IV
Como lo habíamos mencionado en un comienzo, la crítica gadameriana hacia la conciencia estética moderna denota la abstracción que hace del arte, iniciada con la reducción kantiana de la experiencia estética un plano meramente subjetivo, prescindiendo de lo social, lo político, de la tradición y de la historia, de la cultura… prescindiendo de un contexto o situación. El juicio estético kantiano se separa de toda referencia al ser y al conocer, obligando a la estética a definirse en contraposición al conocimiento y a la moral.
En contraste con esta abstracción de la conciencia estética y su carácter subjetivista, Gadamer apuesta por el carácter ontológico de la obra de arte, el cual comporta una experiencia de realidad, de ser y de verdad. Lejos de ser una ficción, en el arte se halla un incremento de ser que lleva consigo una auto-comprensión de quien especta la obra; esto ocurre por la correspondencia entre arte-mundo que en Kant se pierde. Es decir, el espectar una obra de arte significa comprender el mundo y auto-comprenderse, así como significa una trasformación del espectador pues es partícipe del incremento de ser, es decir, en él ocurre el incremento de ser. De hecho, más que un espectador, la persona frente a una pintura, por ejemplo, es partícipe de la misma. El ser y la verdad en Gadamer tienen que ver con el mundo, es decir, con la naturaleza, con la sociedad, con la historia, con la comunidad… tiene que ver con el ser humano situado en éste y no en otro mundo… tiene que ver con el saberse un cuerpo situado. Recordemos el epígrafe del presente texto: “en el mundo nos encontramos con la obra de arte y en cada obra de arte nos encontramos con un mundo” (Gadamer, 2003:138).
Bibliografía
Gadamer, Hans-Georg. Verdad y Método I. Sígueme. Salamanca. 2003
_________________. La actualidad de lo bello. El arte como juego, símbolo y fiesta. Paidós. Barcelona. 1991.
Huizinga, Johan. Homo Ludens. Fondo de Cultura Económica. México. 1963
Kant, Immanuel. Crítica del discernimiento. Edición y traducción de Roberto R. Aramayo & Salvador Mas. Machado Libros. Madrid. 2003.
Lorca, Oscar. “Arte, juego y fiesta en Gadamer”. En: A Parte Rei. No. 41. Setiembre, 2005.
Moreno, Inés. “Kant y la autonomía del arte”. En: Actio. No. 6. Universidad de la República. Uruguay. Marzo, 2005.
Sosa, Freddy. “Autonomía y naturaleza en la estética de I. Kant”. En: A Parte Rei. No. 30. Noviembre, 2003.
Villegas, Jaime A. El juicio estético en Kant. Universidad Nacional Autónoma de México. 1997.
En La actualidad de lo bello, Gadamer se refiere a la doctrina hegeliana del "carácter de pasado del arte" para indicar el surgimiento de un nuevo status del arte a partir de la "muerte" del espontáneo equilibrio entre espíritu y materia del arte clásico. Para la cultura griega, lo divino se revelaba en la forma de su misma expresión artística; la manifestación de lo divino estaba en las esculturas y en los templos. Pero para la cultura cristiana, este vínculo entre espíritu y materia dejó de ser evidente. Tras la Antigüedad el arte aparece como necesitado de justificación (Gadamer, 1991:35), justificación que en la cultura cristiana-occidental posterior, la proporcionó la integración Iglesia – Estado – Sociedad. Pero en los siglos XVIII y XIX este paisaje se rompe cuando la estética y el arte proclamaron su autonomía quedando sin ningún referente sociopolítico ni cognitivo, sin verdad contextual. Aquél equilibrio antiguo entre espíritu y materia se inclinó hacia el espíritu en la Modernidad, hacia lo subjetivo. La crítica de Gadamer hacia la “conciencia estética” de la modernidad denota la abstracción que hace del arte, iniciada con la reducción kantiana de la experiencia estética al plano subjetivo. Esto quiere decir que el arte y los juicios estéticos se desmarcaron de todo criterio de validez objetiva para refugiarse en una enteramente subjetiva y que debieron definirse en contraposición al conocimiento y a la moral.
Contra esta autonomía, las críticas se han erigido entre dos extremos: por un lado, hay quienes advierten el sobredimensionamiento de los límites de lo estético y lo artístico en tanto que la obra de arte y la reflexión sobre ella no se sustraen a la historia, por ejemplo. Por otro lado, algunos señalan que pese a su aparente independencia, lo bello ocurre en el sujeto que exige universalidad, y esto restringe la autonomía a una estrategia cognoscitiva que busca darle coherencia a un sistema racionalista (Sosa, 3003:7). Con respecto a la primera crítica, Gadamer advierte que “la obra de arte no es ningún objeto frente al cual se encuentre un sujeto que lo es para sí mismo. Por el contrario la obra de arte tiene su verdadero ser en el hecho de que se convierte en una experiencia que modifica al que experimenta. El “sujeto” de la experiencia del arte, lo que permanece y queda constante, no es la subjetividad del que experimenta sino la obra de arte misma. Y éste es precisamente el punto en el que se vuelve significativo el modo de ser del juego. Pues éste posee una esencia propia, independiente de la conciencia de los que juegan” (Gadamer, 2003:145). Sí, la estética y la obra de arte son autónomas. Pero esto no significa una abstracción del mundo. Tampoco significa la reducción de lo estético y de lo artístico a una experiencia meramente subjetiva, a un “ser para sí”, a una conciencia. En Kant pasa esto último tanto con la estética y el arte como con el juego: son actividades que nacen y mueren en el sujeto… sus fundamentos son subjetivos.
Para un estudio descriptivo y crítico al respecto, nos concentraremos en los juicios del gusto de lo bello. En realidad, lo que está en el fondo de la crítica del gusto es la actividad enjuiciadora del sujeto: “para decir que algo es bello y para demostrar que tengo gusto está en juego aquello que hago en mí mismo a partir de una representación, no aquello en donde dependo de la existencia del objeto” (§ 2). Y como establece una única estructura cognoscitiva para todos los sujetos habidos y por haber, el gusto es entonces una especie de norma que tiene que ver con la sensación surgida de un libre juego emprendido por el entendimiento y la imaginación, cuya comunicabilidad universal postula el juicio del gusto. Aunque los juicios del gusto son meramente subjetivos, exigen universalidad en tanto que expresan una estructura subjetiva trascendental. ¿Cómo justificar esta paradoja? ¿Cómo justificar esta especificidad de la estética?
I
En la introducción a la Crítica del discernimiento, Kant se refiere al discernimiento o al juicio como la capacidad intermedia entre el entendimiento y la razón que tiene que ver, ya no con la capacidad cognoscitiva ni con la desiderativa, sino con el sentimiento de placer o displacer. Lo define como la capacidad de pensar lo particular contenido bajo lo universal (la regla, el principio, la ley); según se de lo universal o lo particular, el discernimiento es determinante o reflexionante. Nos interesa aquí este último por varias cosas. Primero, los juicios del gusto son juicios estéticos, y estos, a su vez, son reflexionantes. Segundo, el juicio reflexionante necesita y puede darse a sí mismo lo universal, es decir, necesita y puede auto-regirse. Este juicio puede darse a sí mismo el principio trascendental que como capacidad subjetiva debe tener, sin tomarlo de ninguna otra parte. Tal principio trascendental es la finalidad de la naturaleza, es decir, hacer como si la naturaleza fuera unitaria a pesar de su diversidad de leyes empíricas, como si la naturaleza concordara con nuestros fines o propósitos, como si no hubiera determinismo. Este principio trascendental posibilita una experiencia coherente de la naturaleza, y por lo tanto, es fundamental para la capacidad cognoscitiva como para la desiderativa en tanto que unifica al sujeto teorético y al sujeto práctico escindidos en las dos críticas kantianas anteriores. Sin embargo, la finalidad de la naturaleza es un principio meramente subjetivo que no es ni un concepto de la naturaleza ni un concepto de la libertad porque no añade nada al objeto sino que sólo representa el único modo relativo a cómo hemos de proceder en la reflexión sobre los objetos de la naturaleza a propósito de una experiencia coherente (Kant, 2003:130).
Los juicios reflexionantes no aportan conocimiento pero tienen un principio a priori para la posibilidad de la naturaleza que no trasciende las fronteras del sujeto, sino que se queda en él generando inmediatamente un sentimiento de placer. Lo que es meramente subjetivo en la representación de un objeto es lo que constituye su relación con el sujeto; no puede ser un ingrediente del conocimiento sino que es el placer o displacer que siente el sujeto a raíz de la representación de un objeto. En estos casos, el juicio se refiere exclusivamente al sujeto y a su sentimiento de placer, el cual expresa aquella concordancia presupuesta entre la naturaleza y los fines humanos, entre el objeto y las capacidades cognoscitivas que juegan, y en tanto que lo están, expresan, a su vez, simplemente una finalidad subjetiva o formal del objeto. En fin, el placer expresa la armonía entre una imaginación libre y un entendimiento indeterminado en el caso de los juicios estéticos. De este juego entre imaginación y entendimiento resulta el enjuiciamiento de un objeto como bello, capacidad que Kant define como gusto.
El juicio del gusto es de carácter estético, y como ya hemos visto, significa que su fundamento sólo puede ser subjetivo, es decir, designa cómo el sujeto se siente a sí mismo tal y cómo es afectado por la representación de un objeto. En la Analítica de lo bello, Kant analiza los juicios del gusto siguiendo cuatro momentos: la cualidad, la cantidad, la relación y la modalidad. De acuerdo a su cualidad, los juicios del gusto comportan desinterés: son una satisfacción sin interés. De acuerdo a la cantidad, los juicios del gusto aspiran a la universalidad: son universales pero carecen de conceptualización, de contenido. Su relación es una finalidad sin fin y su modalidad una necesidad sin ley. Con estos cuatro momentos, Kant expone y defiende la autonomía de la estética y del arte.
II
El placer propio de lo bello se da en la pura contemplación indiferente a la existencia real del objeto y sin ninguna finalidad externa, como sí ocurre en lo agradable o en lo bueno. La representación del objeto aparece como una finalidad sin fin que place por sí misma. Dice al respecto: “el juicio del gusto es meramente contemplativo, o sea, es un juicio que, indiferente a la existencia de un objeto, sólo enlaza su índole con el sentimiento de placer o displacer. Pero esta misma contemplación tampoco se dirige a conceptos, pues el juicio del gusto no es ningún juicio cognoscitivo (ni teórico ni práctico), y en esta medida, tampoco está fundamentado en conceptos, ni tampoco los tiene como fin” (§5).
En comparación con el juicio del agrado, que expresa una satisfacción inmediata experimentada sensorialmente (por medio de los sentidos del cuerpo), y por lo tanto, un interés hacia el objeto, el juicio del gusto expresa una satisfacción diferente, un placer que descansa en una pretensión de universalidad a pesar de ser estético y por lo tanto subjetivo. Al mismo Kant le sorprende: es cosa notable que haya un juicio subjetivo y al mismo tiempo exija universalidad… debe uno convencerse totalmente de que por medio del juicio del gusto (sobre lo bello) se exige a todo el mundo la satisfacción en un objeto, sin por ello fundamentarlo en un concepto; y también debe convencerse de que esta pretensión a una validez universal pertenece tan esencialmente a un juicio por medio del cual declaramos algo como bello (§ 8). Ha quedado claro que la belleza no es objetiva sino meramente subjetiva. Sin embargo, cuando se enjuicia un objeto como bello, se exige de los demás la aprobación de dicho juicio, se actúa como si la belleza fuera una cualidad inherente del objeto y evidente.
Ahora, la universalidad de estos juicios estriba más que todo en el carácter social de los mismos, en su posible comunicabilidad: “la capacidad de comunicación del estado anímico en la representación dada está en el fundamento del juicio del gusto en tanto que condición subjetiva suya y tiene que tener como consecuencia el placer en el objeto” (§ 9). Ciertamente, esta pretensión de universalidad es meramente subjetiva puesto que no descansa en conceptos, a diferencia de la universalidad objetiva de los juicios lógicos. Pero si un juicio estético no se refiere a conceptos sino a un sentimiento que se identifica como subjetivo y si sólo el conocimiento, al ser objetivo y trabajar con conceptos, puede ser universalmente comunicable, ¿qué es lo que se comunica en los juicios del gusto? ¿Qué es lo que tiene una validez o sentido común para todos? No la belleza porque hemos dicho que carece de existencia objetiva; Kant lo acaba de decir: es el estado anímico. Ahora, ¿cuál es ese estado anímico que puede comunicarse universalmente? ¿En qué consiste? ¿Cómo se da? Estamos hablando aquí del estado de ánimo que surge de la relación entre dos capacidades cognoscitivas que refiere una representación dada al conocimiento en general, es decir, una representación no restringida ni al entendimiento ni a la imaginación en la medida en que ambas capacidades coinciden armónicamente entre sí. De esta manera, entendimiento e imaginación entran en un libre juego sin conceptos determinantes que limiten a una regla cognoscitiva. En este juego, no hay presión jerárquica de alguna de las capacidades pues no hay objeto. Por lo tanto, el estado de ánimo no puede ser conocido sino sentido interiormente por el sujeto.
El estado de ánimo es entonces la representación para el conocimiento general del que acabamos de hablar. En realidad, el juicio de gusto deja entrever un sentimiento causado por la reflexión de la representación de la forma de un objeto y no de su contenido. En el juego, el objeto se representa con una finalidad sin fin, con una finalidad que no pasa del sujeto. El juicio del gusto no contiene ninguna cantidad objetiva sino sólo una cantidad subjetiva que no designa la validez de la relación de la representación con la capacidad cognoscitiva, sino la relación con el sentimiento de placer y displacer para cada sujeto. Este sentimiento proporcionado por el libre juego de las capacidades cognoscitivas, más la posibilidad de enjuiciarlo reflexiva y estéticamente, así como de comunicarlo universalmente, es para Kant lo placentero. O en palabras de Kant: “la conciencia de la finalidad meramente formal en el juego de las capacidades del sujeto, en una representación por medio de la cual se da el objeto, es el mismo placer” (§ 12).
Al identificar el sentimiento de placer o displacer con la facultad de discernir o juzgar, y al suponer que esta facultad tenga principios a priori para el sentimiento, Kant advierte que en lugar de que el sentimiento preceda al juicio de gusto ocurre lo contrario: el placer por el objeto se basa en la capacidad universal de comunicación del estado de ánimo. La esteticidad del juicio no está fundada en un placer propiamente, sino en la existencia del mismo juicio. Al ser desinteresado, el juicio del gusto no tiene como fundamento ninguna condición privada; su fundamento debe presuponerse o establecerse apriorísticamente en todos los demás sujetos. Es decir, la estructura o forma por medio de la cual un sujeto enjuicia algo como bello es el fundamento de los juicios del gusto y debe ser universal.
III
Al igual que Kant, Gadamer se sirve del juego para pensar la estética y el arte. Pero a diferencia de él, la subjetividad (la conciencia, el ser para si) pasa a un segundo plano. A Gadamer le interesa, así como a nosotros, liberar tanto el juego como la estética y el arte de una significación meramente subjetiva. Hablar de juego en relación con la experiencia del arte, no es referirse a un estado de ánimo sino al modo de ser de la propia obra de arte. Lo esencial del juego no es ni está en el sujeto; lo que permanece o lo que subyace no es el ser para sí que juega sino el juego mismo. Dice al respecto: “el sujeto de la experiencia del arte, lo que permanece y queda constante, no es la subjetividad del que experimenta sino la obra de arte misma… el movimiento del juego como tal carece en realidad de sustrato. Es el juego el que se juega o desarrolla; no se retiene aquí ningún sujeto que sea el que juegue. Es juego la pura realización del movimiento” (pp. 145-146).
El movimiento esencial del juego es el vaivén, es decir, un movimiento que no tiene un objetivo en el que desemboque ni uno externo. En esto Kant tiene razón al afirmar que en el juego del entendimiento y de la imaginación no hay objetivos, no hay conceptos determinantes: simplemente acontece. Sin embargo, este acontecimiento es un simple estado de ánimo subjetivo, le pertenece al sujeto. Lo acabamos de decir: el juego no es una actividad que el sujeto desempeña; todo lo contrario: el juego se desempeña a sí mismo. A modo de evidencia lingüística de este desplazamiento de la subjetividad, Gadamer señala que el sentido más original de jugar se expresa en su voz media. Esto permite decir que todo jugar es un ser jugado. El verdadero sujeto del juego es el juego mismo, que atrae a quienes participan en él y los sumerge en su realidad lúdica, en una realidad que los supera: la seducción del juego consiste en que se adueña de los jugadores.
Por ahora, el punto de encuentro entre Kant y Gadamer con respecto al juego, es la falta de objetivos finales y externos, la falta de algo fuera y diferente del juego que lo determine. Por el contrario, el juego comporta una auto-determinación generada por su mismo acontecer, por el mismo movimiento lúdico. Es sabido que los juegos necesitan reglas para ser precisamente juegos. Y tanto en Kant como en Gadamer, los juegos se auto-regulan, necesitan y pueden auto-regirse —como los juicios reflexionantes. De aquí la autonomía del juego, de la estética y del arte en ambos filósofos. Pero, ¿autonomía significa estrictamente distanciamiento o aislamiento del mundo? ¿Abstracción? La caracterización del juego hasta ahora realizada, ¿lo hace un mundo a parte? ¿Un mundo cerrado?
El juego comporta otra característica fundamental: auto-representación, es decir, su propio tener lugar por medio de los jugadores que entran en el juego asumiendo un papel a representar. Ahora, toda representación es para alguien: en el juego del arte la función representativa se cumple por tratarse de una representación para alguien. Aquí el juego no se agota en sí mismo y excede más allá de sí hacia aquellos que participan de él. “El juego posibilita concebir conjuntamente la interpelación del arte y nuestra respuesta a ésta, en una suerte de proceso dialéctico: nos sumergimos en la obra seducidos por ella puesto que su genuino ser se halla en la representación, en la cual participamos siempre” (Lorca, 2005:8). Para Gadamer, la obra de arte es inseparable de su representación: la poesía es inseparable de su recitado, una obra teatral de su puesta en escena. En el mundo cerrado que parecía ser el juego se abre un tabique, desaparece la cuarta pared.
IV
Como lo habíamos mencionado en un comienzo, la crítica gadameriana hacia la conciencia estética moderna denota la abstracción que hace del arte, iniciada con la reducción kantiana de la experiencia estética un plano meramente subjetivo, prescindiendo de lo social, lo político, de la tradición y de la historia, de la cultura… prescindiendo de un contexto o situación. El juicio estético kantiano se separa de toda referencia al ser y al conocer, obligando a la estética a definirse en contraposición al conocimiento y a la moral.
En contraste con esta abstracción de la conciencia estética y su carácter subjetivista, Gadamer apuesta por el carácter ontológico de la obra de arte, el cual comporta una experiencia de realidad, de ser y de verdad. Lejos de ser una ficción, en el arte se halla un incremento de ser que lleva consigo una auto-comprensión de quien especta la obra; esto ocurre por la correspondencia entre arte-mundo que en Kant se pierde. Es decir, el espectar una obra de arte significa comprender el mundo y auto-comprenderse, así como significa una trasformación del espectador pues es partícipe del incremento de ser, es decir, en él ocurre el incremento de ser. De hecho, más que un espectador, la persona frente a una pintura, por ejemplo, es partícipe de la misma. El ser y la verdad en Gadamer tienen que ver con el mundo, es decir, con la naturaleza, con la sociedad, con la historia, con la comunidad… tiene que ver con el ser humano situado en éste y no en otro mundo… tiene que ver con el saberse un cuerpo situado. Recordemos el epígrafe del presente texto: “en el mundo nos encontramos con la obra de arte y en cada obra de arte nos encontramos con un mundo” (Gadamer, 2003:138).
Bibliografía
Gadamer, Hans-Georg. Verdad y Método I. Sígueme. Salamanca. 2003
_________________. La actualidad de lo bello. El arte como juego, símbolo y fiesta. Paidós. Barcelona. 1991.
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Kant, Immanuel. Crítica del discernimiento. Edición y traducción de Roberto R. Aramayo & Salvador Mas. Machado Libros. Madrid. 2003.
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Sosa, Freddy. “Autonomía y naturaleza en la estética de I. Kant”. En: A Parte Rei. No. 30. Noviembre, 2003.
Villegas, Jaime A. El juicio estético en Kant. Universidad Nacional Autónoma de México. 1997.
[adriana-gonzalez-serrano@hotmail.com]
1 comentarios:
¡está bastante bueno!
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